Por Nora González Chacón
Politóloga y Abogada
Investigadora de la Universidad Estatal a Distancia, Costa Rica
En la Declaración Universal de Derechos Humanos se reconoce integralmente nuestra humanidad, el derecho a la vida y el derecho a la dignidad, por tanto, la humanidad es condición necesaria para el ejercicio de derechos en igualdad de condiciones y sin discriminación. Las personas en las migraciones forzadas viven una humanidad ambigua porque, por un lado, en su país de origen no reciben las condiciones mínimas para tener una vida diga ni para ejercer los derechos humanos que les asisten por su condición de ser persona humana y por otro lado, en su tránsito y en el país de llegada, sufren otro despojo de tales derechos. Transitan con el estigma, cual letra escarlata, de ser solamente “migrantes”, palabra que, en el imaginario de muchas personas, se ha convertido en sinónimo de violencia, persona no deseada, entre otras relaciones.
Una persona migrante en estas condiciones esta desplazada no solo de un lugar físico, sino de su humanidad, de sus derechos de su dignidad como ser humano. Su construcción identitaria de ciudadanía se quiebra al ser una persona a la que prácticamente solo se les aseguran algunos derechos civiles como el derecho al nombre, pero no a desarrollarse junto a su familia y su descendencia por lo que se ven forzados a buscar un sueño de dignidad que les provea de mejores condiciones de vida y a veces solo de la vida. Generalmente viajan con un nombre que no se le reconoce y con una nacionalidad (o una región geográfica, asociada a pobreza y/o peligrosidad) que representa también, otro estigma cultural que le profundiza su condición y vulneralización porque ya fuera de su país, debe probar que es quién dice ser. La consecuencia cultural y política de este proceso es que se conforma una prelación de seres humanos y de países o de regiones del mundo en las que la condición y el ejercicio de la humanidad varía y se es “persona más humana que otra” en determinados contextos. Esta prelación cultural, política y simbólica se refleja en las leyes, en el derecho, su aplicación, en lo que regulan o no regulan y en como lo regulan porque a pesar de tener una Declaración Universal de Derechos Humanos, algunas personas son cosificadas y otras humanizadas.
Esta migración forzada afecta especialmente a niños, niñas y a sus padres que en promedio tienen 30 años y responde a problemas estructurales de los países que producen y reproducen, entre muchas otras, desigualdades económicas, baja escolaridad, bajos índices de salud y en la región latinoamericana tenemos datos de la CEPAL que indican que hay un 32% pobreza extrema y 13.8 pobreza en la región, además, 1 de cada 2 mujeres esta fuera del mercado laboral y hay una baja evolución del PIB. Al lado de estos indicadores está la desigualdad económica global en la que el 1% de la población tiene el 50% de la riqueza mundial.
Sin duda, los Estados y la clase política y económica (tanto nacional e internacional, mismas que se enlazan en proyectos) juegan un papel muy importe en la creación de estas condiciones de desigualdad y de concentración de riqueza. La educación, es fundamental para que las personas puedan salir de la pobreza y para aportar al desarrollo personal, generacional y de la Nación. Es un derecho humano habilitante para el ejercicio de los demás derechos por lo tanto es un reto para los Estados fortalecerla como un ejercicio de derecho publico y gratuito y a lo largo de la vida.
Pero a pesar de todo el razonamiento previo sobre las migraciones forzadas, los derechos humanos, la dignidad humana, los Estados y la desigualdad económica mundial, no se logra dimensionar el papel tan importante que esta población juega en nuestra historia contemporánea porque evidencian lo elitista del sistema económico y lo efímero de sus ideales. Su cuerpo desplazándose construye su subjetividad, erigida sobre el binomio añoranza/pérdida. Añoranza de SER y pérdida por lo que no fueron, por lo que lo que son, y por lo que no serán en el actual sistema político y económico, pero su dicotomía construye la añoranza más grande del ser humano: vivir con dignidad, SER con dignidad. Con su paso construyen y reconstruyen el mundo permanentemente dando forma a una nueva utopía contemporánea: el ideal de ser personas humanas, en igualdad de dignidad y de derechos.
La utopía genera temores en algunas humanidades.