
Imagen tomada de: www.amnesty.org
Por: Mario
En las primeras semanas de mi trabajo de campo, había conversado con Gonzalo, un profesor que había fundado una ONG de prevención de la violencia en la Montreal, una zona durante mucho tiempo conocida por su peligrosidad. Según me explicaba, estas comunidades -en las que él y yo trabajamos- eran desde hace mucho «cárceles al aire libre». La vida cotidiana controlada por las pandillas, y los cuerpos de seguridad apostados a las afueras, estableciendo una suerte de frontera y asegurando que las personas solo salgan cuando se las necesita ya fuera como consumidoras o mano de obra barata. «Fuera de esos tiempos, te quedas ahí enjaulado y la policía te va a controlar», me afirmó en ese momento.
Especialmente para las personas jóvenes de estas comunidades, sus vidas habían estado siempre controladas, dentro y fuera de estos entornos. Tanto las pandillas como los cuerpos de seguridad representaban para ellos riesgos y problemas si trataban de circular libremente, por lo que preferían «vivir en confinamiento dentro de sus casas», según se afirma en un informe de investigación de 2017 del SSPAS.
Se puede constatar en múltiples artículos de prensa lo recurrente de este sentimiento de encarcelamiento. Por ejemplo, el 22 de octubre de 2013, «Encarcelado en su propio hogar» reza el título de uno de estos artículos, en el cual se recupera el relato de don Roberto, habitante de una de estas comunidades.
«Hace 23 años, don Roberto nunca se imaginó que su casa se convertiría en una especie de cárcel de un gueto en plena ciudad y a la vista de todos». El encierro, según se explica en esta nota, se debe a los peligros que implica movilizarse por la zona en la que se encuentra su comunidad, las balaceras y las amenazas que ejercían las pandillas. No había a quién acudir, se desprende de la narración, pues la Policía hacía parte de la lógica de control que ejercía la pandilla en el territorio. Como menciona don Roberto, «La misma autoridad es bien corrupta, menos del 50% andan trabajando por lo correcto. Si alguien murmura algo, la misma policía los delata con nombre, apellido y hasta direcciones dan». La autora del texto resalta lo desesperante que debe ser esta sensación de encierro y aprisionamiento, para lo cual destaca unas breves pero contundentes palabras de su informante: «Es un círculo bien pequeño donde uno puede moverse y a veces conviene hacerlo, pero con silencio, uno depende de los movimientos de los demás».
Estas historias se repiten en muchos artículos desde entonces; en 2013 La Prensa Gráfica escribía: «Pandilleros tienen sitiado Mejicanos»; 2018 Revista Factum: «Salvadoreños viven confinados por el miedo»; 2023 BBC News: «Antes estábamos sitiados».
La Colmena: pandillas, policías y soldados
Esta también fue la historia y realidad de la comunidad en la que realicé parte de mi investigación: La Colmena y otras similares a su alrededor. La Colmena es una pequeña comunidad, al norte de San Salvador, en el municipio de Mejicanos. Fue fundada a mediados de los años 1980, con familias que habían sido afectadas por el terremoto del 86 y algunas otras desplazadas por el conflicto armado. Fue bombardeada en el 89 durante la ofensiva final, según me fue contado y consta en los registros audiovisuales de la época.
Según me dijeron algunos de sus habitantes que para los años 90 eran niños; ellos vivieron felices, con bastante libertad; no había muros ni fronteras de ningún tipo. Corrían por los potreros y crecieron haciendo amistad con chicos de otras comunidades, jugando a la pelota y ganando torneos de fútbol. Pese a la pobreza y el hambre, tuvieron una infancia «chida», me dice Lucas[1], quien ahora tiene poco más de 40 años y es padre de un joven de 17. «Así hubiera querido yo que fuera la infancia de mi hijo, pero como no se pudo… Mi hijo prácticamente, los hijos de todos nosotros se criaron encerrados».
Para Lucas, fue en el año 2000 cuando todo comenzó a ponerse peligroso. Las pandillas empezaron a restringir los lugares por donde se podían mover, las personas con las que se podían relacionar, y cómo se podían vestir. La comunidad comenzó a rodearse de muros, portones y mallas, intentando frenar las incursiones a balazos de la pandilla contraria que habitaba en las comunidades vecinas. Algunos dirán que fue la propia comunidad la que las construyó como medida de seguridad, otros que fueron ordenadas por los propios pandilleros. Lo cierto es que la comunidad se cerró y estos últimos controlaban los ingresos y salidas de las personas.
La policía no ingresaba, o al menos no lo hizo hasta el 2013, un momento que muchos recuerdan y sobre el cual me mostraron algunos videos como en una especie de acto de denuncia. Un contingente de más de 200 policías antipandillas ingresó a la comunidad en una suerte de operación de pacificadora, a la que llamaban “operación preventiva”. En esa ocasión no se reportó ningún pandillero detenido, solo se verificaron documentos y se constató la legalidad de ocupación casa por casa.

Ilustración 1: Imagen de referencia plan Casa Segura, 2017. Fuente: cuenta X PNC El Salvador.
Para algunos, esa intervención policial fue un ataque a la comunidad. Jericó, un joven de 18 años, me contó en 2024 cómo fue este evento para él: “Fuimos la primera comunidad atacada por esa onda de… Casa Segura fue, donde marginaron y dijeron que todos los que vivían acá eran pandilleros”.
En los meses posteriores a esa intervención, muchas personas fueron detenidas y encarceladas. La mayoría fue liberada a los pocos días al no existir ningún delito del cual acusarlas, como es el caso de Marta, la pupusera[2]. Ella fue acusada sin pruebas de colaborar con las pandillas. Esta marca la sigue hasta la actualidad y se actualizó con una nueva detención en el marco del régimen de excepción, cuando fue encarcelada por seis meses a inicios de 2022. «Aquí no somos realmente libres», me dijo una tarde mientras preparaba algunos almuerzos para vender en la comunidad.
Como ella, muchas otras personas fueron capturadas nuevamente durante las primeras semanas del régimen de excepción o tuvieron que huir de la comunidad para no ser encarceladas, pues eran acusadas de vinculación con pandillas. Pese a que desde 2018 estas fueron sustituidas por los militares de una base que se instaló en lo que alguna vez fue una escuela dentro de La Colmena.

Ilustración 2: Cuerpo militares FAES apoyo a PNC tareas de seguridad San Salvador 2017, Fuente: Facebook Fuerzas Armadas de El Salvador
Los militares tampoco representan seguridad para todos. Como dice Samantha, de 26 años, habitante de La Colmena: «[En] nuestras comunidades ahora ya no saludás al cipote [pandillero] en la esquina, ¿verdad? Hoy saludás a una persona distinta, uniformada… que te obliga a saludarla también porque si hacés una mala cara y no respondés a su acoso… te sentís mal porque sentís miedo y ya no vivís en paz en tu mismo territorio».
Para cerrar, es importante mencionar que los soldados forman parte de esta sensación de seguridad/inseguridad que se vive en las comunidades. Para algunas personas, como para Carlos, un joven de 33 años, en su comunidad sí eran necesarios los soldados, aunque no esté de acuerdo con el régimen de excepción. La forma en que Carlos describe el lugar de los soldados en la comunidad refleja las paradojas y contradicciones que se viven actualmente en estos territorios.
«Entonces, ellos son ya parte de la comunidad. Se integraron, la comunidad los aceptó. ¿Y por qué los ha aceptado? O sea, yo no sé cómo decir esto sin que se oiga muy feo… pero… El agresor que cuidaba se cambió por otro agresor que cuida. Las pandillas cuidaban, ahora cuidan los militares».
[1]Seudónimo. Entrevistado en 2023.
[2] Persona que vende pupusas en las comunidades.