Por: Argentina Artavia Medrano
“La democracia es la peor forma de gobierno,
exceptuando todas las demás”
Winston Churchill
Como forma de organización política, la democracia parte de la existencia de un Estado de Derecho, es decir, que existen leyes, procedimientos y reglas bajo las cuales se regula el comportamiento de una sociedad y que aseguran la observancia y garantía del cumplimiento de los derechos de todas las personas. La existencia de un Estado de Derecho es lo que diferencia a los sistemas democráticos de otras formas de organización política.
Esta forma de organización implica también la existencia de una autoridad legítima, es decir, un gobierno elegido popularmente, que toma decisiones que son vinculantes para toda la sociedad. Para que esto se produzca, se requiere del cumplimiento de ciertas condiciones: participación política, libre y en igualdad de condiciones; capacidad de la ciudadanía de elegir libremente entre diferentes alternativas políticas; autoridades electas libremente; poder sujeto al imperio de la ley; organización y ejercicio del poder respetuosos de y consistentes con los derechos y la dignidad de las personas.
La democracia: un sistema político que parece que ha dejado de responder a las aspiraciones de las mayorías
“El Ejecutivo desea que el estado sea feliz por la paz,
fuerte por la unión y que sus hijos corten cada día
una espiga más y lloren una lágrima menos”
Juan Mora Fernández
Primer Jefe de Estado de Costa Rica
La democracia implica una comunidad política en la que existe alguna forma de igualdad política entre personas, las cuales tienen los mismos derechos (políticos, económicos, sociales, culturales, ambientales, entre otros), así como obligaciones; pueden acceder además a los bienes y servicios que presta el Estado en igualdad de condiciones. Las reglas y procedimientos definidos están apegadas a la legalidad (o sea al marco jurídico normativo) y tratan de impedir que existan tratos desiguales o arbitrarios. Es decir, las leyes y normas jurídicas se aplican a todas las personas por igual. NADIE puede estar por encima de la ley.
Sin embargo, es preciso reflexionar también sobre las desigualdades presentes en la democracia y que se vinculan con la existencia de grupos y poblaciones que han quedado excluidas o rezagadas del desarrollo económico, producto de las brechas en materia laboral, educativa, tecnológica, por razones de género, etnia, entre otras.
La emergencia provocada por la COVID-19 puso en evidencia las condiciones preexistentes derivadas de una injusta distribución de la riqueza en nuestro país y de decisiones que han sido tomadas y que han provocado exclusión, abandono y pobreza. A esto se suma también los preocupantes casos de corrupción que se han dado a conocer por los medios de comunicación y que nos hacen reflexionar también sobre el costo político, pero también social de la corrupción.
El contexto socioeconómico importa, aunque en este proceso electoral esos temas no hayan sido abordados de la manera en la que se esperaba; candidaturas y partidos poco dispuestos a ir más allá y presentar alternativas, propuestas con contenido, no sólo político y de gestión, sino también presupuestario. El contexto importa, porque la opinión pública se produce en el marco de contextos políticos, sociales, económicos, culturales, ambientales y porque además incide en la confianza y credibilidad en la democracia y sus instituciones, incluidos los partidos políticos.
Lamentablemente, la democracia ha perdido significado para grupos y sectores de la población, que se han visto relegados de las propuestas y del desarrollo socioeconómico. De acuerdo con el estudio realizado por la Fundación Konrad Adenauer y el Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP): “El nivel socioeconómico, la educación y, hasta cierto punto, la etnia son indicadores de clase. Su asociación con el apoyo a la democracia sugiere que la capacidad de los ciudadanos para disfrutar de las libertades cívicas y políticas puede depender fundamentalmente del acceso a los recursos materiales y de su estatus social”. (Ver el estudio completo en https://dialogopolitico.org/wp-content/uploads/2022/02/DP-Enfoque-7-DP-LAPOP-El-apoyo-ciudadano-a-la-democracia-en-America-Latina.pdf).
Según el Informe del Latinobarómetro 2021, también hay datos que generan preocupación: “si bien las democracias llevan aproximadamente tres décadas instaladas, la manera cómo funcionan no ha producido generaciones más demócratas en ese tiempo (…) El mayor déficit democrático en la región está entre los jóvenes. (…) La democracia, así como esta no produce demócratas”. (2021, 30).
Así nos encuentra una segunda ronda de un proceso electoral, que en su primera parte presentó 25 alternativas no tan distintas, pero que llevaron a la ciudadanía a escoger. Pero no nos equivoquemos: una mayor cantidad de partidos no implica automáticamente una mejor calidad de la democracia, una mejor representación o una mayor participación.
Desde hace varios años, distintos estudios de las universidades públicas nos han planteado la necesidad de revisar nuestro sistema político y sus problemáticas, que se manifiestan en la debilidad de los liderazgos, la falta de representatividad de las candidaturas y sus partidos, la manera en la que se escogen las diputaciones, la forma en la que se toman las decisiones políticas, los espacios destinados al debate y la campaña política en los medios de comunicación, la forma en la que los partidos políticos se financian y un largo etcétera. Poco o nada hemos avanzado en esa necesaria discusión.
Por eso no es de extrañar, que, frente a un nuevo llamado a acudir a las urnas, una buena parte de la ciudadanía señale que no se siente representada por ninguna de las dos opciones “finalistas”, que manifiesten además rechazo o disgusto con las candidaturas, además del ya reiterado desinterés o desilusión con la política (CIEP-UCR, IDESPO-UNA).
El voto nulo o blanco en clave política
En Costa Rica, los artículos 133 y 138 de la Constitución Política establecen las disposiciones sobre la elección de Presidente y Vicepresidentes de la República y los votos válidamente emitidos. Adicionalmente, el Código Electoral, en sus artículos 193 y 194 definen los votos válidos y votos nulos respectivamente.
Según estas disposiciones, los votos nulos son aquellos emitidos en papeletas o medios que no cumplan los requisitos establecidos en este Código o en las normas reglamentarias del TSE; los recibidos fuera del tiempo y local determinados; los marcados a favor de dos o más partidos políticos; los emitidos en forma que revelen claramente la identidad del elector; cuando no permitan establecer con certeza cuál fue la voluntad del votante; cuando se hagan públicos en los términos establecidos en el Código; o bien, cuando sean retenidos y anulados por haberse vencido el tiempo para votar.
“Los votos nulos y los votos blancos simplemente no cuentan”, dijo el asesor político del Tribunal Supremo de Elecciones, al preguntársele que efectos tenían esos votos sobre la elección.
Sin embargo, de acuerdo con datos del Tribunal Supremo de Elecciones, los votos en blanco (11.607) y los votos nulos (17.665) de la primera ronda, sumaron un total de 29.272, una cantidad de votos mayor que la recibida individualmente por 19 de los 25 partidos políticos que participaron en las elecciones del domingo 6 de febrero.
¿Cómo interpretar la disposición de una persona que sale de su casa, acude al centro de votación, cumple los protocolos sanitarios y electorales, y luego se dirige a la urna y frente a la papeleta, decide hacer nulo o dejar su voto en blanco? ¿Qué nos dice esto de su posición frente al sistema? ¿Cómo entender que haya acudido al llamado, pero decidido también que no puede o no quiere escoger entre ninguna de las dos opciones?
Desde la democracia procedimental y sus condiciones, esos votos no cuentan para el resultado final de la elección; sin embargo, para la democracia como forma de participación, esos votos nos están diciendo y reafirmando una manifestación de voluntad por parte de la persona electora, distinta de aquella que del todo no acude a votar.
El comportamiento volátil de la ciudadanía, desvinculado con partidos políticos y liderazgos, habla de necesidades insatisfechas, inteligentemente instrumentalizadas por los partidos políticos (clientelismo político) y eso ha provocado enojo y apatía. La gente anda buscando cómo resolver sus problemas y preocupaciones, por eso pasan de un partido a otro, sin detenerse a pensar en religión o ideologías. Esto puede verificarse analizando la votación de los últimos 4 ó 5 procesos electorales en provincias como Limón o Puntarenas: las personas pasaron de votar por la Unidad Social Cristiana, por Liberación Nacional, por el Movimiento Libertario, por el Frente Amplio y por Restauración Nacional.
La conformación de la próxima Asamblea Legislativa, en donde ninguno de los partidos políticos tendrá mayoría, así como la llegada de un nuevo Poder Ejecutivo producto de un proceso electoral con bajos porcentajes de participación, hace prever la necesidad de establecer espacios para el diálogo y la negociación políticas, de una hoja de ruta con prioridades claramente definidas. Por demás está decir, que se requiere de un nuevo pacto social, con todos los sectores, con participación equitativa y enfoques diferenciados, un acuerdo nacional que vaya más allá de lo simbólico.
La democracia es una construcción permanente; lo peor que nos puede pasar, es que asumamos que ya está consolidada. Recordemos que la democracia es también una forma de convivencia, en la que se espera que estén presentes valores como la libertad, la igualdad, la solidaridad, la fraternidad. Estos valores conllevan el desarrollo de prácticas como el respeto, la escucha, el diálogo, la tolerancia, la empatía, el reconocimiento a la diversidad. La democracia como forma de vida debe llevarnos a buscar el respeto de los derechos de todas las personas y el mejoramiento de sus condiciones de vida.